Hoy hablando de pesca (obviamente) con amigos, recordé una vieja historia que me sucedió cuando era chico…
Durante mí infancia, solíamos ir a pescar bastante seguido, y una de las tantas salidas que hacíamos era a villa Paranacito en la provincia de Entre Ríos, ya que el aserradero de la cajonería donde mí papá trabajaba se encontraba muy cerca de allí, lo cual hacia que los viajes de mantenimiento de la maquinaria que utilizaban para el corte de la madera, se convirtiesen en pseudo vacaciones para nosotros. Para un chico de unos pocos años de edad, aquello era apasionante, primero por el viaje en sí, el cual gran parte se hacía en lancha, en esas de tipo colectivos, o bien en la lancha de “Don Federico” el cual es parte de ésta historia, y además porque normalmente nos quedábamos unos días en la isla donde estaba el aserradero y por supuesto todo el bosque, con sus árboles frutales, animales sueltos, el río, arroyos, botes, cañas de pescar, etc. lo convertían en una de las mejores cosas que me podían pasar. Lejos de la ciudad y de la gente, todo era paz y tranquilidad, solo sonidos de la naturaleza y cada tanto alguna que otra lancha, y yo… yo vivía todo eso como un sueño…
En una oportunidad, estaba pescando (mojarreando) en uno de los tantos brazos del río Uruguay (sino recuerdo mal) y habíamos tenido bastante suerte. Pescábamos con mí papá y esa mañana logramos varias capturas que guardabamos para la fritanga que íbamos a almorzar. Para nosotros en esa época era comida todo lo pescado, contadas las muy escasas excepciones, alguna vieja del agua o alguna tarucha muy chica por ej. el resto, terminaba en el plato de comida.
Pescamos un par de horas y varios bagres, dientudos, bogas y manguruyues, todos pescados chicos, pero absolutamente comibles, esperaban la hora de la fritanga…
En un momento aparece Don Federico, y cuando se acerca me dice “bien pibe, sacaste carnada!” y cuando me quise acordar nuestros pescaditos eran sólo trozos encarnados en los anzuelos de un espinel. Yo podía ver la cara de asombro de mí papá y el seguramente veía la mía, ambos en silencio nos quedamos contemplando como nuestro almuerzo terminó en el río… de hecho nos llevó un rato entender la situación, de más está decir que luego comimos pescados más grandes y todo gracias a nuestra carnada.
Ésta es una anécdota que siempre vuelve a nuestra memoria y nos da bastante gracia, porque recordamos el uno la cara del otro, y por supuesto no faltan las carcajadas de rigor… Creo que de ahí viene mí amor por los peces pequeños, ahora entiendo todo…